Corazón de cocodrilo

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No mires el título

Hace mucho tiempo, había un conserje. Era un hombre viejo, ya sin pelo que afeitar, un traje gris raído y una escoba. Su ojos eran dos líneas perdidas en un mar de arrugas.
Limpiaba el templo de una punta a la otra, con una enorme dedicación. Los salones, las cocinas, los gimnasios, los cuartos de los monjes, los cuartos de los novicios, los jardines. Cada tanto cuando pasaba un monje a su lado, saludaba al conserje bajando levemente la cabeza, en señal de respeto. Algunos novicios también lo hacían, pero otros actuaban como tratan la mayoría a los conserjes, lo ignoraban. De vez en cuando aparecía alguno que hacía algo peor. Y un día entró como novicio al templo, un joven llamado Cheng.
Cheng era un joven de gran aptitud física que, a pesar de haber entrado casi adolescente al templo, rápidamente avanzó entre los guerreros. Era malhumorado y engreído. Solía dejar todo por el piso, y nunca limpiaba sus pocas cosas. Cada vez que se encontraba con el conserje en el pasillo seguía de frente aunque significara chocarlo, como si el viejo no existiera. Sin embargo, nunca lo tocaba, por alguna extraña suerte, el viejo parecía cambiar de dirección justo cuando Cheng estaba por atropellarlo. Y eso enfurecía a Cheng.
Un día el conserje estaba descansando sentado en uno de los bancos del gimnasio, cuando oyó el ruido de un papel al caer y al abrir los ojos vió a Cheng que lo miraba malhumorado.
– Conserje, el piso está sucio, ¿es que no vas a limpiarlo?
La mirada del conserje siguió el dedo de Cheng hasta una hoja de papel.
– Si acabas de tirarlo, te corresponde levantarlo. Todos deben de cuidar sus cosas – dijo el conserje.
– ¿Qué acabas de decir conserje? Cumple con tu tarea.
– Te importa demasiado mi título. Mi tarea no es levantar tus papeles.
– Hombre insolente, ¿es acaso quieres pelear con un guerrero como yo?
– ¿Es que acaso me estás desafiando Cheng? – dijo el conserje.
El Maestro del gimnasio, que estaba en un rincón junto a otros alumnos, se acercó entonces, para escuchar a Cheng decir:
– ¿Cómo te atreves a pronunciar mi nombre. Sería un deshonor para alguien como yo rebajarse a pelear con un conserje.
– Cheng!-dijo el Maestro- es cierto lo que escucho, has retado a este hombre y después te has echado atrás como un cobarde?
– No Maestro, como va a pensar que eso de mí. Si peleo con este hombre le haré daño. Es muy viejo.
– Tarde es, ya lo has desafiado. Ustedes dos -dijo señalando a los otros alumnos, ayuden a preparar el área para un pelea.
Después de decir eso, el Maestro se acercó a un tercero y, susurrándole algo, lo mandó afuera.
Para cuando Cheng se terminó de poner las vendas entre gruñidos, el gimnasio estaba lleno, los monjes de todo el templo estaban ahí, incluido el Abad. El lugar bullía. Y el conserje seguía sentado en el banco y ni vendas se había puesto. El Maestro habló con el conserje y este se levantó ofreciéndole su escoba, la cual el Maestro sostuvo algo sorprendido.
«Insolente» pensó Cheng.
En el centro del área se saludaron y, ni bien otro monje dio la orden, Cheng lanzó una patada circular, que el viejo esquivó por medio milímetro. Y Cheng lanzó otra y otra y otra, y probó con un puño, y con otro, y una patada y otro puño. Nunca tocaba al viejo que apenas parecía moverse.
– Te fijas mucho en el título de las personas Cheng.-dijo de pronto el conserje mientras esquivaba otro golpe.- Pero los títulos son sólo palabras, no dicen quién es la persona realmente. Ni cuán buena es en su arte, ni cuan necesario es éste. Te mueves bien, pero no tienes disciplina, ni corazón, no tienes arte.
-Qué sabe usted de arte, es un conserje, ni siquiera pega.
– Limpiar es un arte, que ayuda a meditar profundamente. Un buen conserje es un artista. El verdadero propósito de las artes marciales es no tener que usarlas, y si tienes que usarlas, que sólo sea un golpe.
Dicho esto, el viejo se metió en la guardia de Cheng y le metió un golpe en el estómago, que hizo que Cheng retrocediera trastabillando y finalmente cayera, esforzándose por respirar.
El Maestro del gimnasio se acercó.
Saludó al conserje con una reverencia y le alcanzó la escoba.
– Maestro de mi maestro -dijo el Maestro al conserje, haciendo que todos los novicios miraran al viejo, mudos de la sorpresa- ¿qué hago yo con este novicio impertinente? Todos mis castigos son vacíos, nunca modifica su actitud.

– Mmmm, este joven tiene demasiado orgullo, e ideas equivocadas sobre qué tiene valor y qué no. Si lo mandas a ayudar a otros, se sentirá humillado, y habrá furia en su corazón. Si hacés que otros lo ayuden, pensará que lo estás premiando y su ego crecerá. Que salga al mundo como peregrino, sin más carga que su ropa, allí deberá ayudar a otros si quiere que lo ayuden, o morirá de hambre, y será su propia culpa.

Dicho esto, el conserje se dirigió al abad, quién lo saludo con una reverencia y salió del gimnasio para seguir limpiando.

 

 

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